A fin de cuentas, llevaban largo tiempo así; poco sentido tenía reparar en ello. Antaño, la vez primera, una sórdida atmósfera plagada de incertidumbres, de culpas y de anhelos, había desencadenado la febril locura de lo prohibido; con la vana y tácita promesa postrera de que aquello no se repetiría. Hogaño, el tiempo condensaba reencuentros en la irresistible necesidad de la carne, que ahogaba todo matiz de cordura.
No recordaban la última vez que se habían mirado a los ojos. Ambos sabían, inconscientemente, lo que eso significaba: un doloroso vértigo que alcanzaba sus entrañas. Entonces, todo se reducía al usual intercambio de palabras vanas, de momentos incómodos marcados por el silencio que solía atravesarlos. Ella frotaba sus manos, con la mirada absorta en el zócalo de la pared contraria, con el alma pálida, desolada, ante el monótono paso de los días sin el menor sobresalto. Él, con errantes ojos, recorría cada rincón de aquel departamento mal decorado y venido a menos, al que siempre retornaba con alguna excusa, innecesaria por cierto.
Y así, tras el mismo y torpe intercambio de palabras, sobrevenía algún ofrecimiento. Unos mates, unas tortitas, un poco de mermelada casera, “como la que hacía mamá”, o algo por el estilo. Cosas que él nunca rechazaba, aunque no lograba disimular su premura por asir su cintura, la única que conocían sus manos. Y la humedad sofocaba todo desencanto de los días de ausencia. Y todo retornaba a su lugar: la certeza de no querer otra cosa en el mundo se traducía en la fuerza de los abrazos; esos que ella esperaba volver a sentir cada vez que él se echaba a andar, calle abajo, lento, muy lento, como resignado a la realidad de una nueva espera.
Una noche, cuando todo se hubo consumado, urgía otra vez la desgarradora necesidad de la distancia. La despedida, como siempre, se redujo a ese denso intercambio de silencios. Él, al bajar las escaleras, de súbito se detuvo, intentando vanamente volver la vista atrás. El maldito peso de lo irreversible, implacable, le cayó encima. Entretanto, la puerta, que por unos instantes había permanecido entreabierta, se fue cerrando lentamente, con ese cuidado inútil que se tiene cuando ya poco hay por hacer… Y la mujer, corriendo su cana cabellera con mano temblorosa, entornó la mirada viendo a su único hermano alejarse de su lado.
Volvería; siempre lo hacía. Después de todo, en este mundo casi nada es lo que parece. Y es que la necesidad, se sabe, tiene cara de hereje.